Liliana Heer

Contratapa
Primer capítulo 1995
Primer capítulo 2018
Presentaciones
Reseñas

<



©2003
Liliana Heer

Frescos de Amor
Voria Stefanovsky Editores, Bs. As. 2018



Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro.

Franz Kafka


I

Recibí una tarjeta postal dentro de un sobre. Aunque seas mi hermano y la costumbre me haya predispuesto a entender, somos casi dos desconocidos; no vernos hizo que sepultara ciertos ges- tos. Nada me gusta que al instante no reconozca ajeno: tuyo.

Querrías que viajara, esta vez tu insistencia tiene el carácter de un imperativo. Hemos dejado pasar demasiado tiempo; ningún pretexto podría volver menos injusta la distancia. Estás viviendo junto al mar, un sitio donde los recuerdos suelen ensañarse.

Nadie olvida a un hermano como se olvida un paraguas. La existencia es una provocación. Te he visto crecer sin el resguardo de ningún consuelo; escasas banalidades, momentos de captura, de soledad extrema. Temprano conocí el peligro de tu presencia, Javier; fuiste una falta que me privó no sólo de compasión, también de ternura. Debí renunciar al amor y eso no es todo, un pasado anterior al pasado se impuso.

La alternativa entre la muerte de mi madre y tu nacimiento no fue prevista por nadie. Orlac estaba lejos, el médico no cesaría de contar lo ocurrido. Primero silencio, luego el incesante fluir, giraba el desierto con su fulgor perdido; manchas azules en las sienes, color tiza el cuerpo, las mejillas. Voces y movimientos fueron perdiendo fuerza. El niño, como se carga un pecado, fue dirigido hacia atrás.
Voy a verte por la noche. Al principio creo que la luz te deshace. Lloras y soy incapaz de consolar. Las caras nuevas intimidan, sin duda eres un extraño; alguien debe haberte perdido.

Hago preguntas que nadie responde, con cautela soy alejada de tu cuna.
Hay un abismo irónico entre lo que sé y aquello que me incita a recordar, una verdad más intensa que cualquier reflexión. Me guío por mapas inconexos y otras ayudas falsas; imagino. Fin y principio sin interferencias, siempre en dirección al vacío. Anner era su nombre: mi madre me encendía como una centella; busco ese esplendor, golpeo la puerta con las manos, con los pies, al fin se abre. Ella está sentada y mira a la altura de su rostro, del rostro de un adulto. ¿A quién espera? Muerdo esa pregunta, tengo en la lengua telas de araña, aspiro el aire y lo espiro con dificultad. Quiero decir algo como quien intenta saltar o zambullirse. Un abanico se abre dentro de mí. Siento el olor de naranjas maduras.
Tuve malos sueños. Hay gente alrededor, un desconocido acompaña la agonía, lee el nombre y la fecha. La luz disuelve el moblaje, las estanterías, el guardarropa. Anner mira como si no tuviera de quien despedirse; luego mira la pared, un pedazo de pared extenso, variado, una demolición. Abro los poros, la garganta, las arterias; abro un espacio, una cueva, una brecha y aliso con la punta de los dedos la ropa que voy poniendo en una valija. Guardo un vidrio oscuro, está rotulado. Debería irme, el combate es largo, desigual y ni siquiera puedo decirle a la adversaria: Me rindo. Una madre tiene sutilezas, si nos crea después nos olvida.
Durante la tarde personas extrañas caminan por distintas partes de la residencia; en la sala y en el cuarto de armas hay invitados. Nuestro padre está de viaje:
—No hemos podido avisarle al General Orlac —dicen.
Se toman providencias, alguien siempre impide que me acerque:
—Federica es demasiado pequeña.
En aquellas salas de pronto hay sosiego, como si los invitados pudieran esperar en silencio. Algo me atrae de ellos, el ímpetu de la llegada, los gestos medidos, su consonancia. Juego con un reloj de cadena, cubro y descubro las tapas, también río con otros niños junto a la verja al ver salir de nuestras bocas niebla.


Recuerdo algunos carros y huellas sobre el piso blanco. Oigo frases de contenido inexplicable. En la cocina mataban peces, cuerpos plateados en una canasta. Quiero uno. Envuelto en trapos se mueve. Siento la respiración antes de dormir. Desde las habitaciones del fondo se escuchan tus gemidos; pocos acuden a mirarte, cuando el padre regrese tampoco lo hará.

Por algunos instantes el viento helado lastima mis ojos. Gastón deja de atender a los invitados y se acerca. Lo espío mientras descuelga los vestidos de Anner; llora como cuando rompía algo y ella lo increpaba. Nunca le importó lo que dijera el General. Había cuidado a mi madre desde niña, fue su guardián en el extranjero; los años más felices, solía decir contando la historia de un foulard que encontraron junto al lago. Fue mayordomo en una familia donde reinaba el caos, el caos con los encantos del azar.

Tu llanto precipita el desorden, la impaciencia. En marcha acompasada llega el sonido de tambores a través de las galerías, hay soldados y flores y caballos. Un sacerdote canta estrofas de una oda, ese mundo heroico donde los amantes mueren.
Poco después la casa pareció deshabitada. Puedo moverme a voluntad, no existe ningún cuidado. Exploro corredores, galerías, trepo escaleras. En las paredes del salón hay cuadros: hombres llenos de orgullo y gratitud, prisioneros de realidades ilusorias, con uniformes, condecorados: la expresión de una fe infatigable.
Me deslumbra el don irresistible de ver, como si bajo la luz de un rayo descubriera los ojos de una multitud y también su historia; del mismo modo que se emprende el recorrido de un museo o un barrio, emprendo la conquista de este mundo lleno de ecos donde cada pasaje se superpone. En la parte posterior de la casa hay una enfermera; eterno olor a desinfectante y voces de radio. Unto los dedos en miel para que el niño calle. Su lengua me estremece. Mi soledad tiene tentaciones, todo se vuelve apacible, solemne. Obedezco a leyes absurdas, no hay testimonio de ciclos: la memoria asimila inventos, disloca sucesos. Anner murió muy pronto, haces oscuros los cabellos, en las sienes reflejos azules.

El silencio, las palabras, sus ademanes parecían tener un porvenir vasto. Recuerdo su voz: dos minúsculas cuerdas de seda, la voz de alguien que conoce los interrogantes, el ardor. Improvisación, acordes, sonidos, ella alcanza esos tonos a través de cercos de alambre. Tienta oír su inmediatez. Voz penitente, baladas por el ayer, por la última flor del verano.


Es domingo, está oscuro, amenaza llover, seguramente Orlac mirará viejos álbumes en lugar de asistir a la misa de oficiales. Busca rostros de la época en que Anner actuaba, personalidades brillantes, trágicas, fotos con dedicatorias que ahora posee, cuyos perfumes huele mientras habla como si ella estuviera pre- sente. Pide que Anner le cuente, él que siempre impidió que recordara. Sólo le permitía acunarme en silencio. Anner, para nadie, ni siquiera para él. —Nada de música. Te quebraría las muñecas cada vez que te encuentro susurrando canciones al piano.

Con el mismo ruido de jaula cerrándose, ahora abre la tapa y la invita a tocar. Una población ficticia lo rodea, él dirige de pié emitiendo sonidos más y menos altos; otras veces ejecuta instrumentos y otras se limita a suplicar. Son tardes locuaces, habla de no ser aceptado por los músicos, primero en tono humilde pero lentamente esgrime causas con abogados y oficiales de justicia, la acusa de adulterio.
Nunca creyó en su muerte, pensó que lo engañaron: la historia del médico y el niño era inverosímil. No admite réplicas: Anner está viva, la servidumbre debió comprender que si no atendían a la señora iban a ser despedidos. —¡Se fue con otro! —gritó durante años cada vez que bebía y cada vez que bebía necesitaba viajar, ir detrás de distintas orquestas, sobornar cantantes, elegir entre sus amigos un espía, un doble, un traidor. Sigo a Orlac sobre las mismas piedras en desoladas tardes de domingo; él habla como siempre que pasea por los patios, habla con Anner, se conduele, reprocha:

—Debí tratarte de otro modo, nadie se burla de la crueldad. Te resistías a mis órdenes aunque fingieras respeto. No debí olvidar que eras hija de Boris. ¿Qué se puede esperar de la hija de un jugador? Tenías trampa en la sangre, eras la mascota de ese viejo, iniciada en el vicio desde sus entrañas, criada por hombres, fiel a cualquiera. Aprendiste a cantar para engañarme, sobre un escenario es más fácil elegir. Fui tu mejor apuesta: teniéndome ten- drías a la tropa, y yo tan crédulo defendiendo el canto ante los soldados. Mi virgen, mi santa madre te llamaba cuando nació la pequeña Federica, mientras tanto tus ansias crecían, las alimentaba delante de todos para mostrar los pechos. Me conformaría con saber que fue una jugada tuya y no de Boris. Él no ha vuelto. Todos mienten. Quiero saber si es el miedo, tu propio miedo, lo que te impide volver. Voy a esperar, es sólo cuestión de tiempo, debes estar viviendo con alguien a quien poco le du- rará la fortuna en manos de tu padre. Nunca he tenido celos, la verdadera unión es con él, te he visto temblar de dolor cuando lo perseguían sus acreedores. Nunca pudiste aceptar que era mío el dinero que lo salvaba. Anarquistas malditos, se creen dueños de todo; casada con un General y despreciando al Ejército, como si el arte y la locura estuviesen exentos de pecado.
Hubo también mañanas en que despertó diciendo:
—Tengo necesidad de maldecir.
Maldecía en voz baja pero a medida que iba dando forma a sus pensamientos su tono cobraba altura, el rencor se expandía, no sólo Anner era la causante de su ira.
Entre rejas, para mi madre fui una distracción. Me aferraba a su cuerpo como si hubiese tormenta o soltaba mi mano como quien se quita un anillo.

Un automóvil llega, Anner sube, el hombre que conduce la apresura. Ella me observa con disgusto, la expresión que despierta una herramienta inservible. Por la noche vuelve con el abuelo Boris, lo despide con desdén, luego me mira y abre sus brazos: sabe que iré corriendo a recibirla. Tiene los ojos tan oscuros que apenas veo sus pupilas.

En este mundo, para nuestro padre soy la posibilidad de limpiar el pasado. Llegó el día en que resguardándome de su instinto empezó a distanciarse. El alcohol le devolvía la razón aunque también la perdiera. Me enviaba orquídeas por los aplausos del estreno pero enseguida partía. Desbaratada la ilusión, volverá a construirla.

Habría querido sacarte de esa casa en la que estabas encerrado desde el día de los peces, atravesar contigo la ciudad, el cuartel y otras fronteras; llevarte lejos, Javier, a un sitio donde nadie supiera quiénes éramos y al mismo tiempo nadie ignorara nuestra unión. Solos en una plaza cubierta de cielo.

Nos mueve una fuerza engañosa, nuestro espanto es legítimo, también el asombro, siempre hay secretos, es difícil concebir un placer no vedado. Pensaba en conquistar el peligro, todos los niños han conocido esa atracción. No se necesitan demasiadas virtudes para el riesgo, porque se odia la vida aunque una obsesión humilde indique lo contrario. Habría querido que fue- ses un muñeco, sí, menospreciaba tu confianza, la ingenuidad, el incesante pedido de ratificar el parentesco: esa ridiculez. Querías escuchar que ambos pertenecíamos a la misma estirpe, llegabas a enfermar para que lo jurase. Yo no podía entender una preocupación tan vana, simplemente observaba el efecto de mis palabras: dueñas de tu mundo, las mirabas salir de mi boca confiado en un consuelo que no siempre obtenías.
La anécdota de cómo se habían conocido nuestros padres era variable, dependía de los aniversarios que Orlac festejaba pa- trióticamente; fechas de éxtasis, de humillación, animales de cristal, pieles, joyas y otros objetos se iban acumulando en su escritorio. Un General ejerce su dominio. Nadie puede faltar a recepciones donde se convocan falsas ceremonias sin poner en duda la razón del superior.
El niño aún solía llorar por las constantes infecciones cuando fui testigo del inmenso respeto que Orlac inspiraba; un sentimiento más próximo al temor que al compromiso. Celebraban la boda, volvían a celebrarla con el mismo sacerdote luciendo hábitos de obispo. Los invitados, aquellos a quienes Gastón había servido licor el día de la muerte, festejaban el casamiento, bendecían la unión entre la cantante y el General seguros de que desmentirlo habría sido imperdonable. Lo supe porque mi presencia los perturbaba, a ellos, no a nuestro padre. Nada grotesco en su comportamiento, se movía con ilusión de haberla recupe rado, con el placer de apresarla nuevamente.
Sentada en la mecedora comparto el entusiasmo, observo a Orlac frente al sacerdote, no mira a su lado, para él Anner está ahí; tampoco debió haberla mirado mientras vivía. Como los animales de presa, intuye, huele, sabe que todo lo que quiere es la pertenencia, el deleite de sentir otra vida en sus manos. Sorteando la custodia, detrás de los muebles, dormida me llevan en brazos al amanecer.

El General profiere ofensas contra la enfermera. Hay olor a alcanfor; Celina abotona su vestido blanco, las costuras estallan pero no devuelve agravios. El niño está en la bañadera, la radio confunde sus quejidos con otra clase de programa. Gorda y de blanco tararea canciones, lo irrita. Orlac impide su entrada, asido al vano de la puerta, insulta, prohíbe el llanto, se enfurece, los echa. La enfermera es un soldado, jamás reacciona, canta versos sueltos de carnavales antiguos. Canta como si fuese sorda.

No existió orden que prohibiera hablar de la muerte. Anner está viva, tú no has nacido. El sacerdote consigue una enfermera para los cuidados de Javier: así te nombran. El olor, las luces, los ruidos en la parte posterior de la residencia molestan al General. Más tarde la mujer partiría y tu crianza hubo de quedar a mi cargo sin ninguna consigna. No sabes que soy tu hermana, esa palabra no se pronuncia.

Una noche cedí a la atracción del piano, toqué al principio con precaución como si tuviese que dormir una inquietud intensa; cada nota flotaba con alegría creciente. Hay algo conmovedor en recorrer teclas que siguen un ritmo inesperado.
Existen circunstancias que propenden a la duplicación: pude sentir tus pasos a mis espaldas, desde la puerta del salón hasta el círculo de luz que me envolvía. Eras la réplica de mi propia figura cuando en puntas de pie me acercaba a los sonidos, temerosa de que Anner se diese vuelta, temerosa de interrumpirla. Tenía sus manos tan presentes que en un momento creí verlas sobre el teclado: dos veces vivo mi amor por ella, dos veces imperdonable tu aparición. No entendías, eras un niño como todos, vulgar, necio, inútil; un niño criado por la servidumbre, peor que un salvaje, un inocente.
Logré que prometieras obediencia, sumisión; utilicé expresiones similares a las del General. Quise a nuestro padre mientras te hería y más lo quise cuando tu rostro me incitó al consuelo. Esa noche velé tu inquietud como un amante. Recuerdo las primeras caricias, temblabas de asombro sin comprender la reversión del dolor. Inadmisible el éxtasis que sobrevendría: brillante y rojo, un punzón, la dicha del sosiego.

Despierto cuando la lluvia recrudece, ondean por el cuarto numerosas banderas. Demoro en reconocer los muebles, todo tiene un sentido arbitrario, me miras con aire extraviado. Un nuevo tono atraviesa tu carne, esa transparencia de uvas blancas cuando en el centro entrevemos la sombra de semillas. Surgen señales sinuosas, veloces. Abro mis manos delante de tus ojos, alimento un capullo, es como si dijera: escúchame, pero no hablo.
—¿Nuestros cuerpos pueden verse, Federica?
—Sabes que sí. Como si hasta ahora hubiesen estado ciegos. La palabra exorciza, consagra encantamientos, es también ese animal que descubre carcasas podridas.
Eres humilde por naturaleza, puedo someterte con delicia a cualquier clase de tiranía, hay tanta bondad en tu cariño que siento temor de extraviarme. Había experimentado algo similar en relación a mi madre, pero entonces era yo la protagonista de esa bondad. Ella cosechaba mi amor a prisa, con saciedad cruel, como quien recoge frutos en un jardín privado.

Debemos inventar un lazo para que te acepte, Javier. Escribirás cartas desde otra ciudad, contando que eres hijo de un primo inválido del General y necesitas un tutor en el ejército. Conse- guiremos los datos precisos para incorporar el calco. Enviarás una fotografía donde resalte el parecido, otra de la antigua casa paterna, aquella en la que se reunían mientras vivió la abuela, leales a su tiránica continencia.
Vacilas, temes que descubra el engaño y se enfurezca; eso es improbable, no podría reconocerte, apenas te ha visto, nunca admitió tu existencia, acaso conserve el recuerdo del niño que fuiste, aunque no lo creo. Su atención se dirigía a la enfermera, cuando se desentendió de Celina también lo hizo de ti. Nada pudo hacerle pensar que seguiste viviendo en nuestra casa; eras sigi- loso, calmo, una aleación de materia orgánica difícil de concebir. —¿Qué nombre, Federica?
—El mismo, los nombres se repiten, te seguirás llamando Javier.