Contratapa ©2003 |
Frescos de Amor
Franz Kafka
Recibí una tarjeta postal dentro de un sobre. Aunque seas mi hermano y la costumbre me haya predispuesto a entender, somos casi dos desconocidos; no vernos hizo que sepultara ciertos ges- tos. Nada me gusta que al instante no reconozca ajeno: tuyo. Querrías que viajara, esta vez tu insistencia tiene el carácter de un imperativo. Hemos dejado pasar demasiado tiempo; ningún pretexto podría volver menos injusta la distancia. Estás viviendo junto al mar, un sitio donde los recuerdos suelen ensañarse. Nadie olvida a un hermano como se olvida un paraguas. La existencia es una provocación. Te he visto crecer sin el resguardo de ningún consuelo; escasas banalidades, momentos de captura, de soledad extrema. Temprano conocí el peligro de tu presencia, Javier; fuiste una falta que me privó no sólo de compasión, también de ternura. Debí renunciar al amor y eso no es todo, un pasado anterior al pasado se impuso. La alternativa entre la muerte de mi madre y tu nacimiento
no fue prevista por nadie. Orlac estaba lejos, el médico no cesaría de contar lo ocurrido. Primero silencio, luego el incesante
fluir, giraba el desierto con su fulgor perdido; manchas azules
en las sienes, color tiza el cuerpo, las mejillas. Voces y movimientos fueron perdiendo fuerza. El niño, como se carga un pecado,
fue dirigido hacia atrás. Hago preguntas que nadie responde, con cautela soy alejada
de tu cuna.
Por algunos instantes el viento helado lastima mis ojos. Gastón deja de atender a los invitados y se acerca. Lo espío mientras descuelga los vestidos de Anner; llora como cuando rompía algo y ella lo increpaba. Nunca le importó lo que dijera el General. Había cuidado a mi madre desde niña, fue su guardián en el extranjero; los años más felices, solía decir contando la historia de un foulard que encontraron junto al lago. Fue mayordomo en una familia donde reinaba el caos, el caos con los encantos del azar. Tu llanto precipita el desorden, la impaciencia. En marcha
acompasada llega el sonido de tambores a través de las galerías,
hay soldados y flores y caballos. Un sacerdote canta estrofas de
una oda, ese mundo heroico donde los amantes mueren. El silencio, las palabras, sus ademanes parecían tener un porvenir vasto. Recuerdo su voz: dos minúsculas cuerdas de seda, la voz de alguien que conoce los interrogantes, el ardor. Improvisación, acordes, sonidos, ella alcanza esos tonos a través de cercos de alambre. Tienta oír su inmediatez. Voz penitente, baladas por el ayer, por la última flor del verano.
Con el mismo ruido de jaula cerrándose, ahora abre la tapa
y la invita a tocar. Una población ficticia lo rodea, él dirige de
pié emitiendo sonidos más y menos altos; otras veces ejecuta
instrumentos y otras se limita a suplicar. Son tardes locuaces,
habla de no ser aceptado por los músicos, primero en tono humilde pero lentamente esgrime causas con abogados y oficiales
de justicia, la acusa de adulterio. —Debí tratarte de otro modo, nadie se burla de la crueldad.
Te resistías a mis órdenes aunque fingieras respeto. No debí olvidar que eras hija de Boris. ¿Qué se puede esperar de la hija de un
jugador? Tenías trampa en la sangre, eras la mascota de ese viejo,
iniciada en el vicio desde sus entrañas, criada por hombres, fiel a
cualquiera. Aprendiste a cantar para engañarme, sobre un escenario es más fácil elegir. Fui tu mejor apuesta: teniéndome ten-
drías a la tropa, y yo tan crédulo defendiendo el canto ante los
soldados. Mi virgen, mi santa madre te llamaba cuando nació
la pequeña Federica, mientras tanto tus ansias crecían, las alimentaba delante de todos para mostrar los pechos. Me conformaría con saber que fue una jugada tuya y no de Boris. Él no ha
vuelto. Todos mienten. Quiero saber si es el miedo, tu propio
miedo, lo que te impide volver. Voy a esperar, es sólo cuestión
de tiempo, debes estar viviendo con alguien a quien poco le du-
rará la fortuna en manos de tu padre. Nunca he tenido celos, la
verdadera unión es con él, te he visto temblar de dolor cuando lo
perseguían sus acreedores. Nunca pudiste aceptar que era mío
el dinero que lo salvaba. Anarquistas malditos, se creen dueños
de todo; casada con un General y despreciando al Ejército, como
si el arte y la locura estuviesen exentos de pecado. Un automóvil llega, Anner sube, el hombre que conduce la apresura. Ella me observa con disgusto, la expresión que despierta una herramienta inservible. Por la noche vuelve con el abuelo Boris, lo despide con desdén, luego me mira y abre sus brazos: sabe que iré corriendo a recibirla. Tiene los ojos tan oscuros que apenas veo sus pupilas. En este mundo, para nuestro padre soy la posibilidad de limpiar el pasado. Llegó el día en que resguardándome de su instinto empezó a distanciarse. El alcohol le devolvía la razón aunque también la perdiera. Me enviaba orquídeas por los aplausos del estreno pero enseguida partía. Desbaratada la ilusión, volverá a construirla. Habría querido sacarte de esa casa en la que estabas encerrado desde el día de los peces, atravesar contigo la ciudad, el cuartel y otras fronteras; llevarte lejos, Javier, a un sitio donde nadie supiera quiénes éramos y al mismo tiempo nadie ignorara nuestra unión. Solos en una plaza cubierta de cielo. Nos mueve una fuerza engañosa, nuestro espanto es legítimo, también el asombro, siempre hay secretos, es difícil concebir un placer no vedado. Pensaba en conquistar el peligro, todos
los niños han conocido esa atracción. No se necesitan demasiadas virtudes para el riesgo, porque se odia la vida aunque una
obsesión humilde indique lo contrario. Habría querido que fue-
ses un muñeco, sí, menospreciaba tu confianza, la ingenuidad,
el incesante pedido de ratificar el parentesco: esa ridiculez. Querías escuchar que ambos pertenecíamos a la misma estirpe, llegabas a enfermar para que lo jurase. Yo no podía entender una
preocupación tan vana, simplemente observaba el efecto de mis
palabras: dueñas de tu mundo, las mirabas salir de mi boca confiado en un consuelo que no siempre obtenías. El General profiere ofensas contra la enfermera. Hay olor a alcanfor; Celina abotona su vestido blanco, las costuras estallan pero no devuelve agravios. El niño está en la bañadera, la radio confunde sus quejidos con otra clase de programa. Gorda y de blanco tararea canciones, lo irrita. Orlac impide su entrada, asido al vano de la puerta, insulta, prohíbe el llanto, se enfurece, los echa. La enfermera es un soldado, jamás reacciona, canta versos sueltos de carnavales antiguos. Canta como si fuese sorda. No existió orden que prohibiera hablar de la muerte. Anner está viva, tú no has nacido. El sacerdote consigue una enfermera para los cuidados de Javier: así te nombran. El olor, las luces, los ruidos en la parte posterior de la residencia molestan al General. Más tarde la mujer partiría y tu crianza hubo de quedar a mi cargo sin ninguna consigna. No sabes que soy tu hermana, esa palabra no se pronuncia. Una noche cedí a la atracción del piano, toqué al principio con
precaución como si tuviese que dormir una inquietud intensa; cada nota flotaba con alegría creciente. Hay algo conmovedor
en recorrer teclas que siguen un ritmo inesperado. Despierto cuando la lluvia recrudece, ondean por el cuarto
numerosas banderas. Demoro en reconocer los muebles, todo
tiene un sentido arbitrario, me miras con aire extraviado. Un
nuevo tono atraviesa tu carne, esa transparencia de uvas blancas
cuando en el centro entrevemos la sombra de semillas. Surgen
señales sinuosas, veloces. Abro mis manos delante de tus ojos,
alimento un capullo, es como si dijera: escúchame, pero no hablo. Debemos inventar un lazo para que te acepte, Javier. Escribirás cartas desde otra ciudad, contando que eres hijo de un primo
inválido del General y necesitas un tutor en el ejército. Conse-
guiremos los datos precisos para incorporar el calco. Enviarás
una fotografía donde resalte el parecido, otra de la antigua casa
paterna, aquella en la que se reunían mientras vivió la abuela,
leales a su tiránica continencia. |